En una de las primeras oportunidades que tuve de asistir a una junta de directores generales en la AMVD (Asociación Mexicana de Ventas Directas), se abordó el tema de la labor social de las empresas. Algo que captó mi atención en ella fue ver cómo la abrumadora mayoría de compañías que allí nos reuníamos —más de cuarenta— tenía alguna fundación, causa social u organización caritativa como parte de su estructura corporativa, adicional a la que soporta sus operaciones principales.
Este descubrimiento me llevó a concluir que la existencia de estas instancias de responsabilidad social y fundaciones no es algo casual, sino que existen por una razón. Un poco más tarde, empecé a entender que había un factor emocional asociado a las ventas que estaba más allá de las características, funcionalidades, ventajas y valor del producto o servicio que venden. Esas instancias de responsabilidad social lo representaban. El factor emocional al que me refiero no está generado por el objeto de la compra de manera directa, sino por lo que la empresa o la marca que lo comercializa representa. Este elemento emocional alude al deseo latente en todo ser humano de participar en algo que lo trascienda y, a la vez, cree trascendencia en su vida.
Esa es la razón por la cual dichas causas sociales aspiran a conectarse con sus compradores desde un plano colectivo y de contribución social. Las fundaciones y organizaciones de labor social le permiten al comprador, de manera indirecta, asociarse a una causa a través de una marca que procure asistencia, apoyo, ayuda y la mejora de ciertas realidades económicas, sociales y culturales.
Esto le permite al consumidor saber que no solo está comprando un producto o un servicio que le interesa, sino que se está asociando con una marca con la cual comparte una causa. Se trata de algo importante, porque ayuda a crear una asociación entre la mente del comprador y un propósito, una razón de ser que, por cierto, es considerada como algo noble y elevado, lo que, en definitiva, contribuye a consolidar una relación entre el comprador y la marca.
Esto, eventualmente genera una atracción más poderosa que la que pudiera tener cualquiera de los elementos, características o especificidades técnicas de los productos o servicios que ofrecen.
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El campo de batalla en las ventas: la búsqueda de relevancia
Ya sea que el comprador esté impulsado por una razón de carácter emocional o racional, este desea saber si lo que está comprando es relevante en relación con la naturaleza del problema que hay que resolver. Por eso, sostengo que vender no es más que entregarle valor a alguien al solucionarle un problema de la mejor manera posible.
Esto ocurre cuando entregas una solución que se plantea no solamente como “diferente”, sino puntualmente útil para una determinada realidad que está viviendo la persona específica con la que estás involucrándote. Es allí cuando estás en posición de generar con mayor facilidad una transacción, y una de naturaleza recurrente.
Mientras escribía esto, buscaba en internet una cita para un capítulo, y apareció en la pantalla una ventana emergente sobre un poema que me conmovió. Si bien surgió sin mi consentimiento —lo que me molestó un poco, pues ya he hablado bastante acerca del “marketing intrusivo”—, debo decir que ese poema definitivamente conectó conmigo, haciéndome entrar a la página y suscribirme a su sitio.
Comparto esto porque me recordó que, al comprar, queremos ser sorprendidos gratamente, no al revés; queremos que nuestras expectativas sean rebasadas por detalles gratos, de esos que generan inclinación emocional, tanto en aquellas compras que son racionales como las que nos recuerdan nuestra emoción materializada en los versos de poetas que nos hacen agradecer que estamos vivos.
Extraído de mi libro Conecta Antes de la Venta